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Tuesday 27 February 2007

In the mood for love: Susurros del amor


"En los viejos tiempos, si alguien tenía un secreto que no quería compartir, subía a una montaña, buscaba un árbol, le hacía un agujero y susurraba el secreto. Luego lo tapaba con barro y dejaba el secreto ahí para siempre".

El protagonista viaja a una de las maravillas del mundo, el Templo de Angkwor, para deshacerse de aquel secreto que no se atrevió a desvelar a su amada. Desvelar sus sentimientos amorosos es el temor de nuestro hombre y también del personaje principal de nuestras vidas, es decir, nosotros, tú y yo. Lo que nunca decimos por miedo al rechazo o la incertidumbre, nos lleva a buscar un recipiente que nos permita oírnos a nosotros mismos y reaccionar como si fuéramos nosotros el agente pasivo de dicho deseo, poniendo a prueba nuestro valor en una ficción cuyas posibles conjeturas no tienen ningún sentido.

El miedo al amor intenso y perpetuo es lo que el hombre se niega a sí mismo. Y, como bien nos muestra este film, la búsqueda eterna de la dicha amorosa tiene como fin la sublimidad de una sensación que supera todo lo que el hombre ha sentido hasta entonces, y para la cual no está preparado, estando condenados a dar tumbos a lo largo de una oscura travesía en la que todo encuentro no está exento de casualidad. Este incierto recorrido llega a su fin cuando llega el momento para el que la diosa fortuna nos deja a nuestro libre albedrío, vulnerables ante la contingencia, en el momento crucial en el cual el diálogo amoroso se reitera en la retahíla de preguntas de un guión ya sabido por todos cuya finalidad es obtener la respuesta afable del amante que te lleve a dejarlo todo por lo que trasciende toda individualidad humana, el amor. Sin embargo, siempre actuamos de forma contraria a lo que un guión de la película requiere para tener un final feliz, y esto es lo que hace nuestro protagonista, tanto el de la película como el de nuestra propia vida, negar lo obvio y dejar que sean los demás quienes decidan sobre aquello que realmente pertenece a su yo más interno, a su intimidad y por ello más suyo, de modo que las respuestas sin ser erróneas, no dejan de ser desacertadas.

Esto mismo es lo que tenemos que aprender, a dejar de susurrar a objetos inertes y aprender a que el diálogo amoroso que empieza en uno mismo acabe en un symposium entre amantes donde la sinceridad supere todos aquellos obstáculos con los que la realidad trata de atarnos los pies a la tierra. Sinceridad y sentimiento, verdad y amor es una posible vía de liberación del hombre, ya que el uno sin el otro carecen sin sentido.

Nuestro corazón nos susurra a nosotros pero lo hace para no llamar la atención. El corazón susurra al hombre lo que la razón niega a gritos, se tú mismo y no dejes que el miedo a expresar tus sentimientos y sus consecuencias te amilanen. La razón es pesimista en amor y si oye al corazón lo único que hará es acallarlo. Por eso el órgano pasional nos susurra, nos transmite su secreto mudo a nosotros, en el tono justo y necesario para que nuestra parte más precavida no cercene sus ansias de ser libre amando y, por ende, vivir. Es este hechizo del corazón este "susurro" lo que tratamos de evadir con la timidez de nuestros actos una vez que la razón es consciente del embrujo. No obstante, la razón opta por acallar dicha voz interior cercenando la vida de lo más humano, de lo psicoanaliticamente irracional, quedando nuestras ansias de ser nosotros mismos frustradas. La única forma que nos queda de romper el maleficio es la siguiente: no dejar que el veneno que nos corroe por dentro nos consuma inoculando el veneno a otro, es decir, ante la imposibilidad de la reciprocidad optaremos por la solución fácil y más dolorosa de salvar nuestra dulce enfermedad y, como en los viejos tiempos, con nuestro secreto que no queremos compartir, subiremos a una montaña, buscaremos un árbol, le haremos un agujero y susurraremos el secreto. Luego lo taparemos con barro y dejaremos el secreto ahí para siempre..., dejando nuestro corazón marchito al no darnos cuenta a tiempo de que nuestra salvación era la dulce enfermedad del amor.

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